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Sí, el silencio le fascina. Al menos aquél en el que está pensando, porque otros le incomodan: aquellos que son indiferencia, cobardía o desgano; pero en [ese] se detiene todo lo que puede, adora esa inflexión. Y sí, también le gustan los espacios en blanco. Aun más los que quedan en medio de los espacios en negro, las pausas. El silencio de una mirada puede ser sinónimo de universo y estamos rodeados de aquellas y moldeados por aquél, dice. Así es que, vacío no puede ser. El silencio dice pero no desdice, tampoco contradice; sólo es silencio y tanto más que eso. Por lo menos, aquél que tiene en mente.
¿Un lugar común? Le parece que no, ¿común respecto a qué? El silencio tiene de común entre uno y otro lo mismo que una partida de ajedrez respecto a la que sigue: sólo el lugar del juego, siquiera algunas condiciones. Como entre la A y la Z que enmarcan la posibilidad de un abecedario, el potencial de componer un diccionario, la posibilidad de… bueh, ya sabes (disimula casi con vergüenza), eso que resulta de ajustar una palabra al lado de otra. Por ahí escribir es un impulso de ir en busca de aquello que no se encuentra; por ahí es perseguir lo que sabemos infinito y, de paso, encontrar otra esfera de infinito más. Pero le interesa más lo que queda entre medio, entre líneas, entre un imaginar y otro. Le fascina lo que queda fuera de las palabras, no en ellas; lo que queda suspendido, cual polvo, en el silencio. Quizás hasta hablamos para vaciar silencios y no al revés, suele decir. No sabe cómo explicarlo, pero sabe que podría... puede no encontrar la palabra adecuada pero eso no implica que no haya nada más allá de la palabra, estarás de acuerdo. Cuando lo que siento (pero no digo) queda atrapado en tus palabras, insiste, el delirio es inmediato: somos cómplices en la medida en que tu palabra es un espacio en negro y mi silencio, un espacio en blanco. Y además está la sospecha de que es posible. [Pausa]
La inflexión de un silencio, recuerda, coincide con el arrebato de comprimirse y saltar a pispear dentro de eso que llaman alma; y todo eso, en un segundo de tiempo que no es del todo ajeno: un segundo segundo que, a su vez, se une a otros cuantos segundos anteriores a ese (separados por pausas, ya ves). Luego de esa caída libre sólo queda intentar encajar de nuevo el aire en el cuerpo (eso no lo explica, porque si se detiene pierde el hilo) para respirar nuevamente y seguir sobreviviendo. Y entonces la pausa de las pausas magnifica el silencio (y piensa que la muerte está en uno mismo, ahí, en ese silencio profundo; y por eso no le teme, porque la lleva consigo). Así, si me ves con la mirada perdida en un punto distante, me dice, no pienses que me pierdo; probablemente sólo esté observando cuán poco y cuán tanto sé de lo que soy. Y es que sabe que se conoce, pero no sabe cuánto. Y recuerda que dicen que conocer es recordar, y que conocer es subjetivo, y que la realidad es lo que ves de ella; y recuerda que parte de esa realidad es lo que recordamos (al menos esa realidad en la que piensa, que claramente es sólo aquella que recuerda); y entonces le da por saltar del silencio a lo que sea, “hay que saltar del corazón al mundo, hay que construir un poco de infinito para el hombre”, recuerda que decía Vicente; y recuerda que no tiene más que recuerdos, y que mejor los suelto un rato, porque si no salgo de ésta entonces muero (de tanto ser lo que soy, o de querer dejar de serlo), dice. Por eso le gusta el silencio. Le fascina. Aquél que no se expresa en lo que se dice, sino el que queda fuera (y dentro), aquél que sólo queda. Porque en el mismísimo silencio no caben las palabras… tampoco sobran; más bien, nunca alcanzan.
¿Un lugar común? Le parece que no, ¿común respecto a qué? El silencio tiene de común entre uno y otro lo mismo que una partida de ajedrez respecto a la que sigue: sólo el lugar del juego, siquiera algunas condiciones. Como entre la A y la Z que enmarcan la posibilidad de un abecedario, el potencial de componer un diccionario, la posibilidad de… bueh, ya sabes (disimula casi con vergüenza), eso que resulta de ajustar una palabra al lado de otra. Por ahí escribir es un impulso de ir en busca de aquello que no se encuentra; por ahí es perseguir lo que sabemos infinito y, de paso, encontrar otra esfera de infinito más. Pero le interesa más lo que queda entre medio, entre líneas, entre un imaginar y otro. Le fascina lo que queda fuera de las palabras, no en ellas; lo que queda suspendido, cual polvo, en el silencio. Quizás hasta hablamos para vaciar silencios y no al revés, suele decir. No sabe cómo explicarlo, pero sabe que podría... puede no encontrar la palabra adecuada pero eso no implica que no haya nada más allá de la palabra, estarás de acuerdo. Cuando lo que siento (pero no digo) queda atrapado en tus palabras, insiste, el delirio es inmediato: somos cómplices en la medida en que tu palabra es un espacio en negro y mi silencio, un espacio en blanco. Y además está la sospecha de que es posible. [Pausa]
La inflexión de un silencio, recuerda, coincide con el arrebato de comprimirse y saltar a pispear dentro de eso que llaman alma; y todo eso, en un segundo de tiempo que no es del todo ajeno: un segundo segundo que, a su vez, se une a otros cuantos segundos anteriores a ese (separados por pausas, ya ves). Luego de esa caída libre sólo queda intentar encajar de nuevo el aire en el cuerpo (eso no lo explica, porque si se detiene pierde el hilo) para respirar nuevamente y seguir sobreviviendo. Y entonces la pausa de las pausas magnifica el silencio (y piensa que la muerte está en uno mismo, ahí, en ese silencio profundo; y por eso no le teme, porque la lleva consigo). Así, si me ves con la mirada perdida en un punto distante, me dice, no pienses que me pierdo; probablemente sólo esté observando cuán poco y cuán tanto sé de lo que soy. Y es que sabe que se conoce, pero no sabe cuánto. Y recuerda que dicen que conocer es recordar, y que conocer es subjetivo, y que la realidad es lo que ves de ella; y recuerda que parte de esa realidad es lo que recordamos (al menos esa realidad en la que piensa, que claramente es sólo aquella que recuerda); y entonces le da por saltar del silencio a lo que sea, “hay que saltar del corazón al mundo, hay que construir un poco de infinito para el hombre”, recuerda que decía Vicente; y recuerda que no tiene más que recuerdos, y que mejor los suelto un rato, porque si no salgo de ésta entonces muero (de tanto ser lo que soy, o de querer dejar de serlo), dice. Por eso le gusta el silencio. Le fascina. Aquél que no se expresa en lo que se dice, sino el que queda fuera (y dentro), aquél que sólo queda. Porque en el mismísimo silencio no caben las palabras… tampoco sobran; más bien, nunca alcanzan.