17.11.05

la visita

Tenía ganas de escribir y no podía. Las palabras no alcanzaban a decir, no alcanzaban a tener cuerpo. Sentí que yo tampoco. Señal de que no había nada que decir, ¿habría de intentarlo? Decidí ir a dormir. Busqué la escalera que antecede al dormitorio y fue cuando lo vi. Quizás entró por una puerta que ya tenía olvidada y por eso no había notado su presencia. Puede que haya entrado momentos antes, cuando recorría el dial de la radio buscando no sé qué voz antes de terminar el día. Como sea, ahí estaba ahora el Silencio, sentado cómodamente en el sillón, mirándome. -Bueno, bueno, quédate allí un rato. Mientras no hagas ruido... todo bien- le dije.

Y él, muy consecuente, no respondió.

Me senté y lo miré fijo. Sonreí, pero no se inmutó. No es que estuviera serio; más bien, se concentraba en sí mismo. Yo por mi parte hice lo mismo. Pasaron unos minutos. Ni muchos ni pocos, sólo pasaron. Sin pereza estiré los brazos, curvé la espalda. Apenas hube hecho eso recordé la sensación que me había acompañado temprano, mientras existió el alba (un alba azul que me despertó apenas cuando se asomó por la ventana). Intenté que aquellos pensamientos se posaran en algún lugar familiar, propio, para dejarlos descansar allí un rato. Recordé, recordé, recordé... Inexplicablemente, mucha vida cupo en un solo cerrar de ojos. Rápidamente me pareció encontrar ese lugar; y rápidamente también encontré uno incluso más profundo y que a ratos me pareció infinito... Comencé por espiar el espacio de aquel primerísimo día que comenzó con un llanto, el primero de todos (cuando desde los brazos de una mujer cansada me llevaron a los de aquella otra, quien decidió abrazarme incondicionalmente para volverse madre en ese preciso e irrepetible segundo que duró el murmullo con el que me bautizó Fernanda). Pero ese espacio no alcanzó a ser el lugar que buscaba. Habían pasado años, veintiocho... y no pude más que reconocer la textura de una página que se había vuelto blanca. Sin embargo, mientras espiaba ese tiempo, mis pensamientos se posaron en otro espacio (finito y a la vez inconmensurable; tanto, que me hizo dudar que este cuerpo alargado y ése, una vez rechonchito, fueran el mismo): un otro-espacio por excelencia que comenzó a pendular entre mi propia imagen y la de mi reflejo. Ahí mi vida: concentrada, densa, espesa como miel.
Hice el gesto de mirar mi reflejo. De vuelta, el Silencio mi miró fijo una vez más. Sentí que no podía (ni quería) revisitar tan largo camino. Sólo una frase hizo un ruidito pequeño, lo suficientemente callado para que dudara de haberlo escuchado, pero cuya claridad imprimió en mis ojos algo parecido a un eco sordo: todos somos prescindibles hasta que alguien piensa lo contrario...
Y el eco, inevitablemente, fue un paréntesis:

(Ah, detesto la incapacidad de soñar. Me he vuelto adictivamente intolerante frente a los ojos que no ven detrás de la luna que cuelga sobre los cerros... Aunque, claro, no siempre nos toca ver el amanecer de la luna sobre los cerros del Valle del Elqui, grotesca, exagerada, gorda, escandalosa... brillante como no he visto otras, inflada de polvo, a punto de reventar... La vi y lloré por no saber qué más hacer; lloramos todos porque la garganta se irritaba, porque un grito habría interrumpido su danza, y la nuestra, ahí bajo la luna. Atender la urgencia de dejarnos llevar por pasos inquietos, no habría ayudado a calmar el ahogo. Emprender camino era lo único que parecía tener sentido en ese valle, ahora todo inundado de claridad, atiborrado de blanco... pero, no había necesidad de buscar más caminos. En realidad el camino empezaba allí donde terminaba la luna. Y ya no quisimos ir a colgarnos de ella e intentar escalar aquellas enormes montañas. Nos quedamos quietos, y volvimos a la danza... entre todos, entre nosotros mismos, dentro de cada uno. Entonces reinó el silencio. Y como lo hace una figura dibujada por el exceso de los calores del alma y la tibieza de las venas hinchadas, subordinada a su propia realeza, a su propio conjuro, la luna simplemente detuvo el tiempo... y juré: juré no olvidar aquel temblor ahogado que, sin hacer vibrar la tierra, me hizo sentir que volvía a ella. Pero no morí entonces, no esa noche.)

Y fue así, sin más: el eco de un recuerdo. Lentamente abrí los ojos. Apoyé mi cabeza sobre el hombro derecho y dejé escapar un suspiro adormecido. Las palabras, aunque en realidad no se habían pronunciado, habían hablado de todos modos. No tuvieron cuerpo propio en ese momento, pero estaban en mi propio cuerpo, encarnadas.
-Te lo agradezco...- le dije al final -...dicen que tu compañía vale más que mil palabras. Gracias. Y allí se quedó otro rato, mirándome nuevamente. Hizo una pausa, permaneció inmóvil. Su actitud, petrificada, me hizo entender que nos volveríamos a encontrar algún otro día, en algún otro recuerdo... así, en silencio.

Y enmudecí.