19.1.06

el escape

Mientras caminaba, arrastraba los pies. También sería apropiado decir que arrastraba su propia sombra: una escasa unión, intermitente entre un paso y otro, atada a los talones cuando éstos tocaban el suelo. Si continuaba su andar, la sombra entonces le seguía. O se detenía. O le seguía. Existían al unísono, pero su forma rara vez era la misma. El movimiento no lo era, la temperatura, tampoco; la sombra era más fría... como los adoquines, como el aire. Según como le viniera en gana, la sombra jugaba a proyectar su propia sombra y entonces parecía la de alguien más. Pero ineludiblemente siempre estaba ahí: visible gracias al sol, la luna, lo que fuera; invisible cuando se sumergía en otras sombras.
No era primera vez que hombre y sombra se descoordinaban. Había deseado separarse de tan entusiasta e insistente compañía, pero al ver que ésta no tenía intención de dejarlo solo, planeaba la manera de sacudirla. Sin mirar sobre su hombro, caminaba con las manos en los bolsillos y se dedicaba a acomodar el empeine de sus pies de manera de golpear la piedrecilla que había encontrado hacía un rato. La segunda, para ser precisos. La primera la había abandonado cuando cayó al antejardín de una casa que le pareció tenía un aspecto fantasmal. Fue ahí donde escogió una segunda piedra y donde pensó en su sombra como un fantasma encarnado. Hace mucho tiempo que ese cuerpo inconcluso, escurridizo, indefinido, maleable, casi hecho de aire, casi de piedra, imitaba todo lo que a ese otro cuerpo anclado a los huesos adoloridos le costaba hacer. Pero ahora, además, lo hacía al revés. Si el hombre sonreía, la sombra lloraba; si lloraba, entonces reía con más fuerza. Y eso se estaba volviendo extraño, y un poco le incomodaba que lo contrariaran. Más aún su propia sombra. Más aún si era habitual.
La sombra hacía las veces de eco, de capa, de susurro; una capa que no envejecía, un susurro de pasados y no de presentes, un eco sordo contra el piso al que estaba condenada su existencia, la de ambos. Cambiaba de lugar con la libertad con la que cambian las cosas que no son definitivas, sin que eso le impidiera definirse; todo lo contrario: cada lugar le era propio por definición. No así para el hombre. Cada vez le resultaba más difícil conquistar lugares nuevos, le aturdía la experiencia de apropiación, le agobiaba la farsa de reemplazos; quería lo suyo, lo que conocía, y detestaba modificarlo. Pero su sombra no dejaba de hacerlo; mutaba constantemente y siempre perpetuaba la otra cara de la luna.
Contra las paredes blancas, la figura antes disuelta se volvía una mancha espesa, oscura, azabache, perfectamente delineada. Era entonces cuando exhibía -cual caja de secretos- cada uno de los egoísmos, cada acto cobarde, cada mentira, cada cicatriz que el hombre guardaba, como si las hubiesen grabado a cincel. Nuevamente, por contraste, se apreciaba la replica de un dibujo detallado, el contorno negruzco de su ser. Era ese velo oscuro que el hombre buscaba disimular cuando insistía exponerse a la luz para ocultar sus defectos, bajo las luces de neón, bajo el flash del exitísmo, bajo la lamparita del velador de sus amantes. No quería que vieran en él más que lo pulido a consciencia, lo exageradamente brillante, la inmaculada inteligencia hecha de citas y palabras de otros. Sin embargo, mientras más expuesto, más densa se hacía la oscuridad del cuerpo que proyectaba. La sombra era tan humana como dependiente, de cuerpo efímero pero esencia absoluta. Esencialmente torpe e imposiblemente pulcra; un sello impreso en el afuera, indómita, circunstancial.
Dejó de pensar en esto al llegar a un cruce de calles. El pilote de un farol le sirvió de apoyo. La luz se dividía en tres direcciones, al igual que la esquina. Y, como era de esperar, la sombra jugó a ser tres veces la misma. A la derecha, de perfil; a la izquierda, ancha a la altura de las piernas dejando el cuello como algo inexistente... Pero una era más nítida que las otras, justo la que tenía enfrente. Fijó su mirada en ella y reconoció de inmediato la imagen que veía a diario en el espejo del armario. Se inquietó. Juntó las manos e hizo sonar los dedos, se ubicó a un paso del farol y acomodó su casaca tironeándola del elástico que le molestaba en la cintura. La sombra hizo exactamente lo mismo un par de veces. El hombre dejó la casaca para sacar un pequeño mapa del bolsillo interior y buscó el puntito lila que indicaba los hostales sin despegar su dedo índice del papel plastificado. Pero la sombra repitió cada uno de los gestos anteriores a ese una tercera vez, comenzando otra vez con el sonar de los dedos una vez que terminaba de acomodar la casaca. Y siguió en eso un buen rato más. El hombre no lo pensó ni un segundo. Impaciente ante la oportunidad que le prestaba dicha interrupción, saltó el hilo de agua que corría por la línea de la vereda y de dos trancos llegó a la otra esquina. Arrimado a las sombras geométricamente estáticas de un edificio de departamentos, observó. La sombra seguía donde mismo. Medio distraída, jugaba con un charco de agua sucia que se acumulaba al pie del farol. La lluvia se colaba por los vidrios trizados y la luz amenazaba con extinguirse. Notó que la figura temblaba levemente. Entre húmeda y disuelta en el brillo de los adoquines, parecía absorta en sus pensamientos. La miró detenidamente. Con total indiferencia, su sombra prendía un cigarrillo y pasaba una mano por el cuello, como quien quiere relajar la tensión que provoca un pensamiento complicado. Incrédulo, todavía del otro lado de la calle, permaneció quieto como el gato antes de cazar al ratón: él no había movido siquiera un párpado. De inmediato saboreó una sensación de libertad que más se asemejaba a soledad. Allí dejaría a su sombra y ya no sería dos veces, volvería a ser uno, solo, sin lastres, sin repeticiones, sin recuerdos, sin contradicciones. Ya no encontraría nada fuera de si mismo expuesto al mundo, nunca más viajaría con el corazón negro, arrastrándose por las piedras o disuelto o gris o frío. Miró una última vez la espalda de la sombra; sintiéndose extrañamente aliviado, el hombre decidió emprender su camino: sacó un cigarrillo, lo encendió y pasó su mano por el cuello, como quien quiere relajar la tensión que provoca un pensamiento complicado. Dio media vuelta y se marchó.
Nunca más miró atrás. Su rostro, antes sereno, pasó a ser sombrío; pero no tenía cómo notar la diferencia. Tampoco alcanzó a notar que la sombra se alejaba del farol. Acariciando las piedras, transformándose según el terreno, las paredes, los arbustos, su sombra cruzó la calle y le siguió. Otra vez atada a sus talones, ésta silbaba singing in the rain mientras aprovechaba de chapotear en las imperfecciones de la acera que aquellos talones intentaban esquivar. Cansado y esperando calmar un poco el frío, el hombre se detuvo en un café. No había nadie más que el mesero. Pidió un cortado de Colombia sin azúcar. Distraído como estaba, tomó una de las monedas que sobraron y escogió un tema del wurtlitzer. Era justo lo que deseaba escuchar. Terminó su café y se retiró del lugar agradeciendo el servicio, al tiempo que dejaba de sonar la voz de Sinatra en los parlantes. La noche estaba clarísima. El hombre miró la luna y la sombra sonrió. Había dejado de llover.